¡Pionero a la vista! Qué rápido saltamos de tendencia en tendencia, qué rápido consumimos conceptos de hotel. Qué digo rápido, si es supersónico. Hoy a la hora del desayuno ya hemos digerido de sobra términos tales como el de albergue de diseño, pero ayer era cosa extravagante. Un oxímoron, vaya. Pero ayer mismo, ¿eh? Pues ayer mismo, como aquel que dice, la cadena chic&basic, con Albert Montesinos y Hugo Bertrand como ideólogos, formuló la idea de unos alojamientos que pretendieran ofrecer servicios básicos desde postulados estéticos y emocionales chispeantes. Exacto, el bueno, bonito y barato aplicado a un hotel. Poco a poco, Barcelona –luego se intentó en Madrid, donde estuvo unos pocos años, y se atrevió a salir a Ámsterdam, donde todavía sigue- se llenó de apartamentos, hostales y hoteles con el sello inconfundible chic&basic. Y, poco a poco, la misma Barcelona, Madrid y el resto de España –costó pero ya es un hecho- empezaron a repoblarse con una nueva tipología de alojamiento low cost capaz de seducir con diseño bonito y tecnología punta al mochilero de Visa fácil o al que de verdad exige un aposento económico pero divertido. O divertido pero económico. Pero antes de todos, estuvo siempre chic&basic Born.

Y allí que fuimos cuando eso de la comunidad de amigos o la iluminación sensorial era un (pre)descoyuntamiento de mandíbula, una risión en toda regla. Albergue de diseño. Vaya, vaya. El caso es que las tarifas nunca dieron la razón a este apelativo –de hecho, siempre han dejado claro que se trata ante todo de un hotel, aquí no hay ni una litera- pero el gancho era lo importante porque había que testar a un tipo de clientela muy particular, antes de que la semántica millennial lo contaminara todo. Además, el barrio estaba en su punto de caramelo: a punto de cool, si se me permite. Recuerden el tirón del Born hace unos años, sus tienduquis, sus hoteluquis, sus restaschulis, su mercachuli. Ahora el foco está ya en otro lado, no vaya a ser que nos mezclemos con la common pipol. Puaj y más puaj, o sea. Pero la revitalización del Born contó a sus puertas con las de un templo mundano, sensorial y tecnológico, un edificio de ayer transformado en un auténtico palacio postmoderno –más que futurista- en el siglo XXI. Todo eso, que no es poco, alimentado por las instrucciones de todo un Xavier Claramunt –el arquitecto de la Galactic Suite- en una reforma que lo mismo conservó el eje principal del inmueble, la solemne escalera de mármol por donde se precipitan en cascada los tentáculos de una lámpara y en donde se proyecta una película, que se entregó a un interiorismo por entonces casi revolucionario de paredes refulgentes y pasillos tocados de un efecto surreal. Instrucciones al pie guían los pasos hasta el ascensor, las zonas beyourself, loveyourself y helpyourself marca de la casa –lo que vienen siendo un pequeño gimnasio y un chill out para navegar y tomarse un café en sillones isabelinos- y las habitaciones, parapetadas tras el cilindro que forma una cortinilla plástica iluminada desde el interior en colores fluorescentes al gusto del consumidor. Verde, azul, magenta, naranja, morado… Que sí, que ahora está muy visto, pero imaginen hace poco más de un lustro.

Este encendido voluntario se da también en el interior de unas estancias que, valga la tontería, se lucen. De la impersonalidad de unos pasillos muy anónimos se pasa a unos espacios de aires aburguesados, con unos techos altísimos, una decoración ornamental de volutas, cornisas y estucos, y unos suelos de baldosa hidráulica. Cabe toda la luz natural que se pueda esperar si nos toca la fachada principal, pero un click convierte el dormitorio en un escenario más propio de la ciencia ficción que de la Barcelona modernista. Es cuando las superficies espejadas, los respiraderos, los volúmenes sinuosos y las cortinas que ocultan la cabina transparente de ducha se tiñen de nuevo de colores eléctricos. Del lienzo en blanco al tinte de un nuevo estado de ánimo. El pincel, un mando a distancia con el que todo el hotel tiene la capacidad de mutar al segundo, hacia dentro y hacia fuera. Camaleónico, lo llaman. Desde la calle, el espectáculo de leds y fibra óptica puede confundir al transeúnte. No sea malpensado, esto es un hotel muy decente… Por si queda duda, ahí queda ese letrero de “SÍ, SÍ, ES UN HOTEL!”. Pero, ay, cuando montan esos fiestones periódicos de djs, diseñadores y modelos saltando sobre las camas. Difícil convencer al personal en ambiente tan pecaminoso.

La necesidad de encajar un bar en el proyecto de servicios básicos del hotel dio algunos tumbos hasta fijar la propuesta en un más orgánico espacio que sirve snacks y cócteles a huéspedes y público en general, un lugar informal en la onda retro de la que parece imposible escapar. Aunque para nostalgia sesentera, nada como coger nuestra fixie de alquiler y pedalear hasta el chic&basic Ramblas. Pero ese es otro cantar…